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A uno no le ha sorprendido nada, la verdad, la campaña de la prensa y los partidos nacionalistas o paranacionalistas en Cataluña a favor del Estatut. Han previsto que va a haber un recorte del Constitucional y simplemente presionan para que éste sea lo más suave posible. Esos partidos y esos diarios han cumplido con su labor. Ahora es al Constitucional al que le toca cumplir con la suya y esa misión es recortar, en efecto, no sólo por razones “técnicas” –como se está diciendo con un purismo irrisorio ante una cuestión en la que sólo ha habido ideología- sino también -admitámoslo- por razones políticas. La primera de esas razones es que los propios nacionalistas catalanes se lo esperan (por eso han armado este lío antes de que se produzca). La segunda porque, como nacionalistas que son, van a seguir protestando de todas las maneras (al día siguiente de aprobado íntegramente el Estatut, dirían que es un fraude, una traición y todas esas cosas que tanto les gusta decir). La tercera es porque políticamente conviene también tranquilizar al resto de España y no crear una sensación de agravio que antes o después puede salir más cara que el insaciable y eterno descontento secesionista.
Lo deseable y lo cabal –aunque es difícil usar este último término a estas alturas y cuando el nuevo texto estatutario ha recorrido tantos kilómetros- sería que ese recorte afectara a cuestiones tan fundamentales como el término “nación” que se anuncia en el preámbulo, como la “nueva soberanía” que se deriva de éste y como la mal llamada “independencia” del poder judicial que, dadas las interminables revelaciones de casos de corrupción que están teniendo lugar en los últimos tiempos, sería el instrumento perfecto para no resolverlos nunca, para encubrir a sus autores y legitimar judicialmente el chanchullo económico como “rasgo estructural e identitario de la profunda realidad catalana”. Uno de los inconvenientes que ha desvelado el sistema autonómico a lo largo de tres décadas es lo que tiene de favorecedor de los caciquismos regionales y de coartada para los manguis que se envuelven en la señera o en la ikurriña, como otros lo hacían y lo siguen haciendo en la rojigualda. Todos ellos tienen en común el grito apocalíptico. Cuando no es el “España se rompe” lo que “se rompe” es Cataluña o Euskadi o Galicia si ellos caen del poder. Lo que pretenden al señalar con el dedo la presunta grieta de turno es que no miremos a la caja donde tienen puesta la mano.
No. Nunca me han gustado los que gritan “España se rompe”. Les veo una sospechosa euforia en la mirada agorera y creo, además, que su pronóstico es falso. España no se rompe sino que se corrompe y eso es algo que les toca también a ellos.
(Publicado en El Correo Digital)
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