Frases para ciudadanos:

"Todos hemos nacido iguales, y los derechos de cada individuo disminuyen cuando los derechos de uno solo se ven amenazados". (J.F. Kennedy).

"Nada hay más poderoso en el mundo que una idea a la que le ha llegado su tiempo". (Victor Hugo)

viernes, 13 de noviembre de 2009

Iñaki Ezkerra: 'Yo no estuve en Berlín'

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Yo no estuve en Berlín como Sarkozy, pero con el vigésimo aniversario de la caída de aquella memorable tapia, me he acordado de «El saltador del muro», un maravilloso libro del alemán Peter Schneider que llegó a mis manos unos pocos años antes de aquel noviembre de 1989 y que contaba historias relacionadas con la ominosa pared, entre ellas la de un tipo que padecía lo que las autoridades de la RDA consideraban un extraño síndrome que le había llevado a saltarla en numerosas ocasiones poniendo en peligro su vida. Basta que estuviera prohibido pasar de un lado a otro de aquel dichoso tabique, nuestro héroe sentía la necesidad de transgredir esa prohibición. A mí aquel impulso obsesivo me parecía todo menos extraño. Me parecía que ese individuo era el más sano de todos los alemanes. Lo extraño, lo incomprensible no era su afán de saltar el muro sino el propio muro en sí. No sé si habré cambiado con la edad y si ahora haría una lectura diferente del libro de Schneider, pero a mis veintitantos años me resultaba obvio que los muros estaban para eso, para saltarse, y que quienes en todo caso padecían un síndrome eran los seres que no experimentaban esa saltarina necesidad.

Lo importante de esa historia y de todas las que contaba Schneider en aquel libro es que abundaban en la denuncia del «muro psicológico» que seguía paralelamente al muro físico y que estaba en todas las cabezas de los berlineses como una mutilación moral. Lo importante es que, al delatar la naturaleza psicológica e invisible que albergaba ese muro ostentoso de hormigón, Schneider no sólo estaba hablando del muro berlinés sino de todos los muros que en el mundo han sido: muros sociales, culturales, morales, políticos, muros ideológicos, muros psicológicos… que a nadie resultan desconocidos. Mientras los alemanes de la RFA han sido capaces de pagar un caro precio económico por la reunificación, en esos mismos veinte años los españoles hemos estado pagando también un caro precio para lo contrario, para dividirnos, para consolidar los muros –sobre todo psicológicos- de los nacionalismos, o sea para convencernos de que los vascos y los catalanes y los gallegos no podemos vivir en una misma comunidad política. Ése es el balance que debemos hacer de las dos décadas que han pasado desde aquel 9 de noviembre del 89. Está muy bien que celebremos lo que los alemanes consiguieron en esa fecha, pero el siguiente paso es preguntarnos: ¿Qué hemos hecho nosotros desde entonces? ¿No hemos convertido en un tabú, en una mención escatológica que no debe pronunciarse en la mesa la sencilla expresión «unidad de España»? ¿No nos hemos dedicado en todo este tiempo a reconstruir los muros que ya habían caído entre vencedores y vencidos de la Guerra Civil, entre la izquierda y la derecha, entre laicismo y cristianismo…?

Este hecho es más grave porque con aquel muro berlinés cayó también la superstición del socialismo real. O sea que ya no tenemos excusa ideológica ni para guerras frías ni para guerras calientes. Triste labor la de los que serán recordados dentro de veinte años por seguir construyendo muros, muros castristas, muros bolivarianos, muros estatutarios, muros… Y encima con una expresión buenista, cantando aquello de «para hacer esta muralla, tráiganme todas las manos; los negros, sus manos negras; los blancos, sus blancas manos». Malditos sean todos los muros, los de Berlín y los de Quilapayún.

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