El 'Zamná' llegó a Cádiz en su vuelta al mundo por la paz al mando del navegante y aventurero Vital Alsar
Muelle de Cádiz, a bordo del Zamná. Tiene el pelo blanco, las manos fuertes y la piel curtida del viejo pescador de Heminway. Habla con el acento de cien puertos, el tono de voz de un general y el verbo de un caballero distinguido. Y una tortícolis propia de sus 75 años. Vital Alsar (Santander, 1933) es un hombre de empresas difíciles. Ha sido soldado de la Legión Extranjera, náufrago y balsero desde Guayaquil a Australia, ha seguido la ruta de Francisco Orellana, ha construido tres galeones, remado por entre las miasmas Amazonas abajo y partido en dos el Altántico hasta Santander, ha rehecho la hazaña de la Marigalante... No es sólo cuestión de que a unos les dé por la oficina y a otros como él por vivir sobre la espuma de leche de una ola de seis metros... Es que Vital Alsar (Santander, 1933) se ha propuesto desde hace 40 años sembrar la paz en el mundo con sus viajes. El último, a bordo del Zamná, un barco artesanal hecho con 14 maneras tropicales que recaló en el muelle de Cádiz la semana pasada dentro de su misión El niño, el mar, la paz, una travesía que los lleva desde Cozumel (México) hasta El Pireo (Grecia).
Venía de Palos y el jueves zarpó hacia Valencia. En su ruta, más de treinta puertos, diez países con nueve lenguas distintas y el mensaje casi esotérico de un renacer de la paz mediante la unión de la cultura maya y la griega, «dos pueblos maravillosos», pacíficos dentro de lo que cabe.
Con la que está cayendo en los informativos y en las páginas de Internacional de los periódicos, parece descabellado, puede ser, pero no inabarcable. Alsar lo demuestra en una de sus decenas de golosas anécdotas. Corría el año 1965 y se reunía con el editor de National Geographic. Le narró su expedición en balsa con un reto. «Le dije que íbamos a estar quinientos días embarcados sin discutir a bordo, sin una pelea». La respuesta: «Eso es imposible». Según el director de la revista, de cada 200 expediciones que le llegaban, solamente salía adelante una y en esa siempre había peleas a bordo. «Me dijo que en un medio tan austero, en esas condiciones, los hombres se hacen la guerra. Pusimos en el palo una bandera blanca y le demostré que no», narra el navegante. De ahí vino el título de su libro ¿Porqué imposible?, un alegato de las causas perdidas, como la que le trae a Cádiz. «Solamente necesitas una idea y luego debes remar a fondo toda tu vida hasta llegar a puerto. Rema, rema y rema... Lo conseguirás todo. ¡Seguro! La Fe es la barca y la voluntad de los hombres, los remos».
El capitán sabe que su batalla a las guerras está, de momento, descompensada, aunque no se rinde. «Nosotros vamos dejando cosas por ahí. No sé si son muchas o pocas. Si alguno las hace suyas, si llegamos a su conciencia, esto ya es un éxito», explica.
De momento, ya ha logrado algo. «Santander lloró con nuestra llegada», dice. ¿Cómo lo sabe? Alsar sabe que los marinos se hacen psicólogos en alta mar. «Tanto tiempo juntos, sabemos analizar a las personas y después de tantos días nos encontramos en tierra con gente de caras largas y blancas, con caras de angustia. La gente no está contenta, aunque se alegra de vernos».
Dentro de la nave se respira cierta armonía. Según el capitán, a bordo nadie blasfema. «A los mexicanos no les gusta. Y no hay necesidad. ¿Para qué decir una palabra más alta que puede generar problemas, si se puede decir caramba en lugar de carajo? Somos una tripulación unida. Yo cocino todos los días y estos comen como leones. Santiago es psicólogo de niños con problemas y sube el té en los cambios de guardia. Tenemos ingenieros, alpinistas del Everest (a estos les encanta estar subidos en los palos) y gentes de diversos mundos que tienen en común que son muy educados», cuenta a pocos metros del espejo de popa, en el que figura mirando a la estela del barco San Francisco de Asís, «el primer santo ecologista». Es el preferido del capitán y de la tripulación. Con la ayuda de los santos o del talante han evitado la tormenta de convivir 14 hombres y un niño en un barco de 33 metros.
El niño mensajero
El niño no es un grumete, ni un polizón, sino el protagonista de la historia. Juan Tec Chim tiene 13 años. Es de familia indígena, de padre pescador de Cozumel y en la tarde de la entrevista estaría patinando en su pueblo, si no fuera porque se ha embarcado en la aventura de su vida. Ahora juega al otro lado del mundo en la cubierta inferior de un curioso galeón. Su padre lo sigue por tierra, pero él navega con todos los demás, salvo a Nueva York, donde la nave participó en el homenaje a las víctimas del 11-S. No tenía visado. De todo esto, ha sacado más en claro que muchos de los niños de su edad. «¿Qué sé ahora que no sabía antes? Que hay que ser más humilde, que hay que ser solidario, porque, como en el barco, sin la ayuda de los demás, sin todos con todos, no funcionan las cosas». Juan es el verdadero embajador del barco, el que habla en los discursos de El niño, el mar, la paz.
Fuera hay amenaza de lluvia. Grandes bolas oscuras de nube cargadas de aguas pasan por encima de las gruas del muelle de Cádiz, amenazantes tras los cristales de un puente que tiene algo de totora y de cabaña de arbol decorada con motivos mayas. «Es el barco más extraño que he visto en mi vida», dice un curioso en el muelle. En resumen, el Zamná es una mezcla heterogénea entre uno de esos trimaranes modernos de carbono, un galeón del XVIII sin tanta popa, una balsa de polinesia y una nave de Tiro. Es ancho, bajo, con tres palos de maniobra simplificada, tres velas de cuchillo y dos cuadradas, una mayor y una gavia.
En la cubierta recibe la sonrisa de Santiago Villaverde, santanderino de 28 años, psicólogo infantil y marinero de este barco que lleva el nombre de Zamná, «uno de los padres de los mayas». El tripulante explica que la nave es una mezcla heterogénea de «muchas culturas marineras». Tiene la coraza de los fenicios en la proa, las barandas de los griegos, tres cabañas de la tradición balsera americana y los pontones que lo hacen una descomunal canoa de Polinesia. Remata el conjunto un mascarón de proa que es una paloma «agujereada, como la paz hoy». Una nave loca para una misión loca, diez toneladas de madera rumbo a la utopía.
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