LOS españoles hablamos siempre de lo mismo. A veces flaquean las fuerzas para responder al eterno plan Ibarretxe, ahora disfrazado de consulta popular. Como es notorio, la propuesta es ilegal e ilegítima. La historia se repite, pero cambia de naturaleza. Incluso la tragedia deriva en comedia: lo decía Marx, ya saben, a propósito del viejo y el nuevo Napoleón, tío y sobrino. Al margen de los criminales de ETA, el nacionalismo reduce su nivel a la dialéctica vulgar. Sin embargo, el desafío está ahí y conviene refrescar los argumentos para combatirlo. Volvemos al túnel del tiempo. La aventura soberanista se construye sobre una base ficticia: un País Vasco concebido como comunidad imaginaria, sueño metafísico, paraíso que limpia de adherencias el territorio sagrado. Es un nacionalismo rancio, ya superado hace tiempo por la teoría y la práctica de las libertades individuales. Sólo cabe la analogía con los Balcanes, último refugio de las tribus excluyentes. Un político en horas bajas huye hacia el abismo para reforzar una causa perdida. Si juzgamos por su precedente, el plan deja aislado al País Vasco respecto del conjunto de España, de la Unión Europea y de la sociedad internacional. Vulnera, por supuesto, la Constitución española. También ofende a la República francesa y desconoce las reglas del juego comunitario europeo. Es contrario al ordenamiento internacional, porque apela a un sedicente «derecho a decidir», sucedáneo de la autodeterminación que sólo está reconocida para situaciones coloniales. Por favor, no nos obliguen a reproducir la resolución 2625 (XXV) de Naciones Unidas, «biblia» del proceso descolonizador, que anula cualquier pretensión separatista en un Estado multisecular. Oportunistas y manipuladores degradan a la propia comunidad que dicen amar por encima de todo porque la rebajan a un puesto muy inferior al que merece. Un fraude en toda regla.
Si los nacionalistas son infatigables, también debemos serlo nosotros. Sabemos que no tienen límites, salvo aquellos que seamos capaces de imponer en nombre de la razón democrática. Habrá que decir la verdad una y mil veces. Con sus luces y sus sombras, como todos los demás, España es una realidad histórica indiscutible, percibida dentro y fuera como una unidad desde tiempo inmemorial. Ha jugado un papel de primer orden en la historia universal, incluso como protagonista en el «nomos» de la tierra que todavía nos rige. Aporta una lengua y una cultura al nivel de las mejores y, desde hace treinta años, un impecable modelo constitucional. ¿Cómo van a ser modernos los nacionalistas románticos y seudohistoricistas? ¿Cómo va a ser «centralista» quien defiende el Estado más descentralizado de Europa? ¿Acaso no es democracia la igualdad ante la ley derivada de la voluntad popular? ¿Van a darnos lecciones quienes pretenden privilegios, abogan por una sociedad estamental premoderna y magnifican a los ídolos de la tribu desde el egoísmo insolidario? Es triste, peo habrá que repetir las evidencias una y mil veces sin caer en el desaliento y la nostalgia. Las falacias confunden durante un tiempo. Más aún, como dice un personaje de «La República» de Platón, «parece que seduce todo cuanto engaña». Paciencia, pues, y sentido de la responsabilidad. Tal vez ha pasado ya lo peor del viejo nacionalismo. Eso sí, habrá que afrontar uno nuevo, como proclama el título de evidente raíz orteguiana.
¿Recuerdan? Martes, 1 de febrero de 2005. Congreso de los Diputados, sede de la legitimidad democrática. Monólogos yuxtapuestos. Excursión del lendakari al corazón de las tinieblas en busca de las fuentes de una soberanía inexistente. Nosotros y ellos, eterno victimismo, y esa imagen tan deseada desde su trampa retórica: PSOE y PP contra «el pueblo vasco». Zapatero, socialista posmoderno: pensamiento débil y defensa compulsiva del poder. Rajoy, brillante aquel día: mañana, igual que hoy, diremos «no» a la ruptura de España. Ibarretxe consiguió mantener a la gente con el ánimo en suspenso. Por eso volvió a casa satisfecho, descontada de antemano la votación contundente. Tres años largos después... Una derrota en las urnas planea sobre el régimen del PNV. De ahí las maniobras internas y las salidas de tono. Algo ha cambiado. Esta vez, la visita ritual a La Moncloa suscitó un interés muy limitado. Puro trámite burocrático. Es probable que ocurra lo mismo con la sesión parlamentaria en Vitoria. No hace falta ser adivino: ganará con el apoyo de ETA en su disfraz actual; luego, habrá recurso y suspensión automática. A partir de ahí, discurso maniqueo y a esperar la secuela electoral. Lo tenemos muy visto. La sociedad española, mucho más vertebrada de lo que algunos desean, exige firmeza absoluta del Gobierno y de la oposición. Incluso cuando a Zapatero le recuerden Loyola y a Rajoy le presionen con cuestiones de imagen. Aquí no hay problema, porque la inmensa mayoría compartimos la defensa de la España constitucional.
El plan que ahora renace refleja una profunda deslealtad. Repasemos el texto pretérito. Provoca una fractura irreparable en la sociedad vasca. Impone un centralismo autonómico que desconoce la tradición genuina de los territorios históricos: un decreto de nueva planta para las instituciones propias de Álava, Vizcaya y Guipúzcoa, sometidas a la ley de las mayorías coyunturales en el Parlamento de Vitoria. Intervencionismo económico, con amenazas de planificación, muy lejos de la trayectoria dinámica y competitiva del sector empresarial. Expulsión del territorio, en sentido literal, de la Administración del Estado. Ruptura de cualquier sentimiento común con el resto de España, frente a la opción mayoritaria a favor de la doble pertenencia. Piezas de caza mayor. Ante todo, el poder judicial, seña de identidad del Estado de Derecho. La ruptura de la unidad jurisdiccional supone un retroceso de dos siglos, hasta el Estado absolutista, en la lucha contra las inmunidades del poder. Consecuencias muy graves para la igualdad ante la ley. ¿Serían los fiscales en aquella comunidad menos celosos y diligentes en la persecución de ciertos delitos? ¿Atenderían allí los jueces a pautas ajenas al principio de legalidad? ¿Habría litigantes de primera y de segunda, delincuentes con privilegios, Administraciones públicas menos controladas cuando actúen de forma arbitraria? Quiebra del Estado de bienestar. ¿Puede mantenerse la solidaridad si se destruye el principio de unidad de caja en la Seguridad Social? ¿Habría restricciones al libre establecimiento y circulación de personas y de bienes? ¿Es tolerable el privilegio, «ley privada» en sentido etimológico, en una sociedad que debe afrontar los retos del siglo XXI? Otra profecía sencilla. El precedente anticipa el resultado de esa negociación «sin exclusiones», previa al referéndum diferido a 2010 que sugiere la pregunta capciosa.
Secuestro de la gente real en nombre de una comunidad ficticia. Todo eso con el objetivo de convocar elecciones a corto plazo bajo el señuelo de la resistenmuchos lectores oscilan entre el hastío y la indignación. Sin embargo, ahora más que nunca, el viejo nacionalismo identitario agota sus últimos recursos. La España constitucional debe superar este desafío con la verdad por delante y no ofrecer sucedáneos de reforma estatutaria con apariencia legal. Todos nos entendemos. Si el socialismo posmoderno toma el relevo... Mejor afrontar los problemas por su orden. Por ahora, rechazo absoluto a una propuesta contraria a la democracia constitucional y al interés general. Después, ya veremos. Sí, a ratos cuesta trabajo mantener el ánimo... Muchos, por fortuna, no tenemos problemas de identidad. Así nos queda tiempo -más bien poco- para vivir. Es una suerte no ser nacionalista.
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