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Nuestro amigo Iñaki Ezkerra fija en esta ocasión su atenta mirada en la miserable (por rácana) actitud del padre Arzalluz (y digo padre por partida doble: de la patria vasca, y de sus feligreses), ante la multa impuesta a uno de sus discípulos por jugar al fútbol con los testículos de un ciudadano.
Artículo publicado ayer en EL CORREO: ARZALLUZ, EL RÁCANO
A uno, la verdad, no le ha extrañado nada la reacción de Arzalluz de solidarizarse con Alejandro Aramburu, el famoso protagonista de «la patada nacional». A uno lo que sinceramente le ha extrañado es que haya propuesto una colecta entre los militantes del partido para pagarle la multa en lugar de estirarse un poquito y pagarla entera él. Lo de la colecta se entiende que lo proponga un jubilado que vive de una escasa pensión, pero no un tipo que está podrido de dinero como Arzalluz y que tiene una casa en cada municipio de Vizcaya. Vas por esos pueblos y siempre hay alguien que te dice: «esa casa es de Arzalluz». Naturalmente nunca te señala un pisito de protección oficial sino el mejor caserón de la localidad. Pues bien, que un neo-oligarca del PNV ande recogiendo los céntimos de las bases del partido y el platillo de las propinas de cada batzoki ya me parece el colmo de la racanería, como digo. Esto significa que se están perdiendo las esencias vascas, la generosidad fanfarrona, la esplendidez rumbosa, el proto-étnico y ancestral «yo pago la ronda», bien sea de vinos o de coces. Esto quiere decir que Arzalluz ya chochea y que le ha entrado una típica aprensión de viejo rácano que se olvida de todos los millones que tiene en el banco. Arzalluz nos ha querido impresionar con lo del cepillo patriótico. Nos ha querido recordar que sigue en pie el PNV de los Lizarras y los Rh negativos, pero los años no pasan en balde ni la jubilación política y le ha salido un mohín de pensionista agarrado que empieza a hacer economías hasta con el cafecito de la partida de dominó.
A mí la racanería de Arzalluz me ha dado como penita. Me ha recordado a cuando yo tenía catorce años y mi abuelo me paró por la calle para invitarme con una peseta a «una naranjina». En la España de 1971 los refrescos ya no se llamaban naranjinas sino fantas o kases o mirindas. Lo de la naranjina me imagino que sería un refresco (¿quizá «orangina»?) del San Sebastián de la guerra civil del que él huyó porque era un modesto funcionario del Ayuntamiento afiliado a la UGT. Mi abuelo materno, el pobre, no sabía lo que costaban las cosas porque no gastaba más que en tabaco de liar y porque a duras penas había podido hacerse con una humilde pensión en un Bilbao feo de la posguerra donde le delataban las gentes piadosas -que siempre las hay en España- cada vez que conseguía un nuevo trabajo con la ayuda de mi padre que había sido requeté y que lo protegía en la medida que podía. En la España de 1971, en fin, las mirindas, los kases o las fantas no costaban una peseta, así que yo tuve que traducirle lo que quería tomar al camarero y pagarle en un aparte teatral para no humillar a mi extemporáneo abuelito. Sí, ya sé que ése no es el caso de Arzalluz, pero desde que le quitaron el despachillo en Sabin Etxea y Anasagasti le ayudó a llevarse la caja de cartón de sus pertenencias no ha vuelto a ser el mismo. La verdad es que el propio nacionalismo no es el mismo desde entonces.
Digamos que aquella realidad de los años le enfrentó al nacionalismo con la realidad de la política. Digamos que el Quijote de Ibarretxe está sólo y más loco que nunca sin ese Sancho Panza bravucón y vociferante.
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