Una nueva visión de la crisis, la que nos aporta el profesor Francisco Sosa Wagner, catedrático de Derecho Administrativo en la Universidad de León.
Paco Sosa, con su habitual ironía, reflexiona sobre las diferencias entre la crisis de 1929, y la de 2008, desde el punto de vista de la dignidad, virtud hoy muy escasa entre financieros, y también entre políticos. Seguro que muchos conoceréis más diferencias, de momento veamos lo que nos dice el profesor Sosa.
EDUCACION PARA LA SOGA
Tiempo este de turbulencias económicas y financieras, tiempo de desasosiego, de un ir y venir con planes de rescate, bolsas que se desploman, índices que se abaten y números más rojos que Negrín. Los gobernantes se agitan en sus cenáculos, se reúnen, cetrinos y con las ojeras como bulbos, rascan el bolsillo de los contribuyentes para pagar, extender cheques, dar avales, comprar negocios ruinosos, adquirir acciones ... todo se ha vuelto un carnaval de cifras que fueron, ay,altivas y engalladas pero que hoy reptan abatidas por el parqué de los templos del dinero.
Si el euro vuela, el dólar se esfuma, si nikkei nos amarga el desayuno, dow jones nos da el almuerzo, definitivamente no hay descanso y el repiqueteo de las malas noticias es como un ir y venir de arañas malignas, es el tiempo en que las sonrisas se agrian y todo queda entregado a los antojos del huracán de las cotizaciones.
Si el euro vuela, el dólar se esfuma, si nikkei nos amarga el desayuno, dow jones nos da el almuerzo, definitivamente no hay descanso y el repiqueteo de las malas noticias es como un ir y venir de arañas malignas, es el tiempo en que las sonrisas se agrian y todo queda entregado a los antojos del huracán de las cotizaciones.
Hay bancos y aseguradoras y empresas inmobiliarias que sufren temblores y se convierten en pocas jornadas en fantasmas abatidos, frágiles figuras que ya no emiten sino tristes sones. Los negocios se les han esfumado y es llegada la hora de llamar en auxilio al Estado, al municipio, a lo que se ponga por delante para tapar un agujero o pagar una letra más vencida que Napoleón en Waterloo.
Todo se ha vuelto un garabato de desconcierto en la "civitas cupiditatis". No suena sino la música de una borrasca de vidrios rotos.
Pero ... pero hasta ahora no hay un solo directivo, no hay un solo responsable de esos negocios, que fueron y ya no son, un señor con cara y ojos que haya tenido la cortesía de aparcar el coche, abandonar el portafolio en la chaise-longue y acudir al desván en busca de una soga, hacer en ella un nudo corredizo y colgarse de una viga.
Al contrario, desaparecen de la escena pública "en douceur" y como disimulando para ir a descansar de sus fatigas a un paraíso fiscal donde hay clarear de soles, surtidores de champán como tallos vigorosos, almendros en flor y esas mujeres muslonas que ofrecen el tostado de sus pieles desnudas al tacto de los dedos ávidos.
En esto es donde se advierte la diferencia de los tiempos. Antiguamente el empresario arruinado acudía a la Iglesia, seleccionaba a un confesor de sotana trabajada por los brillos, de él recibía el consuelo del perdón, escribía una carta con letra menuda y presurosa en la que explicaba al juez o a su familia su determinación y se ahorcaba. Con valentía y caballerosidad, con la buena crianza que había aprendido de sus mayores. Lo encontraban al día siguiente frito, balanceándose en la cuerda con la lengua fuera pero ya arribado al puerto de la paz eterna. La contabilidad le había sido esquiva y él había sabido responder con modales educados.
O bien subía al séptimo piso de un edificio, seleccionaba un balcón con buenas luces, lo abría de par en par y se precipitaba al vacío, circunstancia que aprovechaba para matarse bien pegado al asfalto que lo acogía para mecerlo en su último sueño.
Así se condujeron muchos empresarios cuando la gran depresión de 1929 inauguró en Nueva York la noche negra de las cifras rojas. Caían por las ventanas los directores de empresa como frutas maduras, los vendedores de sogas no daban abasto, tal era la abultada cartera de pedidos que habían de despachar cada mañana en cuanto se abría la Bolsa y se constataban las pérdidas millonarias. Faltaban ganchos para tanta demanda, faltaban desvanes y ciudades hubo donde fue necesario improvisarlos como se improvisa la acogida urgente de los afectados por una riada o por el despertar de un volcán.
Pero sin tener que ir tan lejos, en España, en Oviedo, el padre del gran escritor Ramón Pérez de Ayala el día que descubrió la jugarreta que le había hecho el pasivo de su negocio, se ahorcó dejando a su hijo la carta en la que le animaba a escribir "Troteras y danzaderas".
Eran tiempos, sí, de cortesía, de urbanidad, y, ¡qué caramba! de cumplimiento estricto del deber. Hoy, si no podemos aspirar a tanto, al menos que estos desalmados manden decir unas misas.
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