Si alguien nos hubiera advertido de la deriva hacia el absurdo a la que se iba a dirigir la política española probablemente se alumbrarían actitudes muy sorprendentes por parte de muchos de los que abogamos en su día por aquel tránsito constitucional del 78. Nada más adecuado para definir la situación presente que la expresión “nada está tan mal que no pueda empeorar aún más”.
Estoy hecho un lío respecto a la temática para el artículo de hoy, ya que las paradojas y zozobras son tan cuantiosas como desasosegantes. Vayamos por partes:
España necesita urgentemente un estadista. Sólo uno, cuando menos, ya que desde la marcha de Aznar de la presidencia de España, con sus luces y sombras, estamos en la vía directa hacia el precipicio.
El paradigma de la falta de visión de Estado y de filibusterismo político del prototipo ZP es la financiación autonómica. Lo lógico, en cualquier persona responsable, exenta de todo rasgo de frivolidad, con un mínimo de ética política, sería utilizar los fondos del Estado para vertebrarlo y para corregir injusticias, con un modelo que posibilite la cohesión y entendimiento entre todas las regiones de España. Sin embargo Zapatero ha elegido, por pura supervivencia política, importándole un bledo el futuro de España y de los españoles, contentar a un socio caracterizado por la antítesis de la armonización y de la solidaridad entre el conjunto de las tierras de España, conocido por las tendencias disolventes y destructivas. Para garantizarse los apoyos que le permitan seguir detentando un poder que no sirve para mejorar la vida de los ciudadanos, sino para hipotecar su futuro, ZP no ha dudado ni un segundo en crear una grave discriminación interterritorial dando la apariencia de una generosidad basada en prometer un dinero, que no existe en las arcas del Estado, al resto de las autonomías, agrandando aún más el déficit del Estado y creando una deuda estremecedora. Todo para que el Gobierno Catalán siga gastando nuestros dineros en cuestiones que no tienen que ver nada con las necesidades del común de los ciudadanos y cuya finalidad es abundar aún más en las falacias separatistas y la simbología soberanista.
En mi tierra vasca oigo a los líderes del PP lamentarse del incumplimiento a la palabra dada en la versión oral del pacto de legislatura con Patxi López. ¡Qué pipiolos! ¡Cómo si se pudiera confiar en las promesas de esos trileros! Al menos, para no aparecer como bobos, podrían estar callados. Es mejor no dar la imagen de bisoñez callándose, que aparecer como víctimas de una estafa. En política la semiótica de gestos tiene su importancia.
Se lamentan de que los de Patxi López incumplen un acuerdo adoptado en los entresijos del pacto escrito, para la gobernabilidad de las Vascongadas, por el que se iba a desplazar a los nacionalistas del Gobierno foral de Álava. Y dicen que se ha perdido la confianza. ¡Qué palabra: “confianza” nada menos! Como si a estas alturas del proceso político alguien pudiera fiarse de unos señores que se han caracterizado por el parasitismo de las instituciones y el expolio económico. El Partido Popular ha tenido tiempo y experiencias suficientes como para saber que los socialistas tienen como bandera la deslealtad y que hoy están contigo y mañana contra ti, según convenga. Y todo apunta a que han encontrado una nueva racha de viento a la que enganchar el velamen para orientar el barco de sus intereses hacia un destino más lucrativo, tal como se ha reflejado en la oferta de los nacionalistas. Lo ha dicho el Secretario General de los socialistas alaveses Txarly Prieto. Los nacionalistas han echado la red con un sabroso cebo, y los discípulos de Ramón Jáuregui saben bien que eso da buenos frutos para el disfrute del poder político y económico, aunque suponga un desastre aún más pavoroso para la libertad, la igualdad y la supremacía del Estado de Derecho, en proceso de despiece.
Hay cuestiones espeluznantes, como esa encuesta por la que se nos informa de que más de dieciséis mil adolescentes vascos creen que el terrorismo puede estar justificado, y que uno de cada seis jóvenes respalda la kale borroka, dicho de otra manera más correcta: el terrorismo callejero. Se debería analizar en profundidad por qué el modelo D de la enseñanza, que es donde se imparten las asignaturas en euskera, es donde más se manifiestan estas actitudes, con diferencia sobre el modelo A (todo en castellano). A nadie se le oculta la respuesta, ya que es de público conocimiento el síndrome que afecta a las aulas y la concomitancia existente entre la enseñanza en euskera y las posiciones ligadas al radicalismo independentista, y entre éste y el terrorismo. Es una cuestión ya estudiada y que presenta claras correlaciones estadísticas. Por tanto ¿por qué no se aborda esta cuestión con una mínima visión de Estado? Pues simplemente porque no hay estadistas y éste –España- importa un bledo a unos ocupantes del poder cuya única motivación es la exacción de nuestro bolsillo y el hacer acopio de las prebendas disfrutándolas intensamente aprovechando el paso por las instituciones. ¿Alguien piensa, con lesa ingenuidad, que a esta gente le importamos algo los ciudadanos? Si no tienen como centro de su actividad a los que ahora votamos, ¿qué les va a importar quienes están en ciernes de ello, y menos aún nuestros parvulitos?
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