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Me llama la atención la indignación que ha producido en ciertos medios de la izquierda la campaña de la Conferencia Episcopal contra la ampliación de la legalidad abortiva, esos carteles en los que se ve a un niño junto a un lince y metido entre dos leyendas: «¿Y yo?», «¡Protege mi vida!» Me llama la atención porque es, paradójicamente, la primera vez que la Iglesia recurre a un argumento «laicista» para oponerse a esa nueva ley. Quiero decir que en este caso no se invocan razones teológicas ni esencialistas ni metafísicas. No se habla de Dios ni de la traída y llevada «existencia del alma en el nasciturus». Ni siquiera se apela a la humanidad del feto sino que se usa como argumento una «base de mínimos» en la que cristianos y laicistas no tenemos más remedio que coincidir.
Lo que el cartel viene a decir es: «De acuerdo, si no te valen los argumentos del creyente que te valgan los de las asociaciones protectoras de animales; si no sirve el argumento de proteger al feto como ser humano, que sirva protegerlo como organismo depositario de vida ya que la ideología gobernante protege a los animales cuya carne no se usa para el consumo y castiga incluso con penas de cárcel a quien les inflige daño». Lo que ha hecho la Iglesia en esta ocasión es desvelar con inusual lógica las contradicciones de una «postizquierda» que hoy vende como ideología pura y de ley la imposible mezcla de la herencia revolucionaria con la cultura new age y el rojerío anticlerical con el buenismo beatífico, es decir que se apunta a todas, a la quema del palacio de invierno y a la simultánea proclamación de que «la vida es sagrada». Ni un bolchevique de la Rusia del 17 ni un insurrecto de la Asturias del 34, ni Lenin ni Stalin habrían dicho jamás que «la vida es sagrada» como hoy lo dice Zapatero. La vida para ellos era un instrumento al servicio del Partido Comunista y de la realización de la dictadura del proletariado. Es esta amalgama de tradiciones e invocaciones antitéticas en el discurso de nuestro Gobierno lo que evidencia el polémico cartelito de la Confe. No se puede llorar por la muerte de los gatos y predicar la euforia en la destrucción de los embriones humanos a los que no queda más opción que reconocerles por lo menos la misma «categoría existencial y biológica». No se les puede negar el derecho al voto y a comprar tabaco a las adolescentes de dieciséis años y luego regalarles el carné gratuito para abortar.
La perversidad de la reforma de esa ley reside en que «trivializa el aborto», lo sustrae de su responsabilidad ética y de su carácter traumático como si fuera una actividad jocosa. Uno no está por regresar al oscurantismo de la época franquista, pero tampoco por esta banalización del aborto que repugna a un laicismo que cree no sólo en la paternidad responsable sino en la responsabilidad del disfrute sexual y que el verdadero avance social no ha sido que la mujer pueda abortar cuatro veces al año sino que no quede estigmatizada por tener un hijo sin pareja. Con ese cartel, no es que la Iglesia compare a los niños con las especies animales en extinción sino que entra en el debate de la izquierda usando sus argumentos. Y ya es hora de que el mundo laico exteriorice simétricamente ante esta cuestión unos escrúpulos morales que no son monopolio de la Iglesia.
Lo que el cartel viene a decir es: «De acuerdo, si no te valen los argumentos del creyente que te valgan los de las asociaciones protectoras de animales; si no sirve el argumento de proteger al feto como ser humano, que sirva protegerlo como organismo depositario de vida ya que la ideología gobernante protege a los animales cuya carne no se usa para el consumo y castiga incluso con penas de cárcel a quien les inflige daño». Lo que ha hecho la Iglesia en esta ocasión es desvelar con inusual lógica las contradicciones de una «postizquierda» que hoy vende como ideología pura y de ley la imposible mezcla de la herencia revolucionaria con la cultura new age y el rojerío anticlerical con el buenismo beatífico, es decir que se apunta a todas, a la quema del palacio de invierno y a la simultánea proclamación de que «la vida es sagrada». Ni un bolchevique de la Rusia del 17 ni un insurrecto de la Asturias del 34, ni Lenin ni Stalin habrían dicho jamás que «la vida es sagrada» como hoy lo dice Zapatero. La vida para ellos era un instrumento al servicio del Partido Comunista y de la realización de la dictadura del proletariado. Es esta amalgama de tradiciones e invocaciones antitéticas en el discurso de nuestro Gobierno lo que evidencia el polémico cartelito de la Confe. No se puede llorar por la muerte de los gatos y predicar la euforia en la destrucción de los embriones humanos a los que no queda más opción que reconocerles por lo menos la misma «categoría existencial y biológica». No se les puede negar el derecho al voto y a comprar tabaco a las adolescentes de dieciséis años y luego regalarles el carné gratuito para abortar.
La perversidad de la reforma de esa ley reside en que «trivializa el aborto», lo sustrae de su responsabilidad ética y de su carácter traumático como si fuera una actividad jocosa. Uno no está por regresar al oscurantismo de la época franquista, pero tampoco por esta banalización del aborto que repugna a un laicismo que cree no sólo en la paternidad responsable sino en la responsabilidad del disfrute sexual y que el verdadero avance social no ha sido que la mujer pueda abortar cuatro veces al año sino que no quede estigmatizada por tener un hijo sin pareja. Con ese cartel, no es que la Iglesia compare a los niños con las especies animales en extinción sino que entra en el debate de la izquierda usando sus argumentos. Y ya es hora de que el mundo laico exteriorice simétricamente ante esta cuestión unos escrúpulos morales que no son monopolio de la Iglesia.
Artículo de IÑAKI EZKERRA, en LA RAZON.
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