TANTO en lo que ha dicho como en lo que no, hay una profunda, esperanzadora diferencia con su antecesor en la reacción de Patxi López ante el último atentado de ETA: Ibarretxe jamás habría sido capaz de considerar «uno de los nuestros» a un policía antiterrorista. Esa clase de consideraciones las reservaba para las -escasas- víctimas de su propia tribu. Y, sobre todo, el nuevo lendakari nos ha ahorrado el discurso de ambigüedad moral que solía soltar el antiguo en ocasiones así, toda esa equidistante milonga del «conflicto» y de «la voluntad de los vascos» con que el líder nacionalista envolvía su sencilla obligación de condenar el crimen. Cuando López señala a los terroristas «el camino de la cárcel» está dando un enorme salto cualitativo frente a las vagas invocaciones a la autodisolución etarra que adornaban los forzados discursos de su predecesor en Ajuriaenea; es una señal importante de que las cosas han cambiado y, sobre todo, de que pueden cambiar mucho más.
El viejo orden vasco, permeabilizado por la contemplatividad del PNV, ha impedido todavía que la manifestación de ayer llevase en su pancarta, junto a la palabra «libertad», el rotundo lema de «Contra ETA», inédito en el lenguaje oficial de Euskadi. Para sumar fuerzas, en un complaciente esfuerzo de integración, los organizadores optaron al final por un genérico «ETA no» que aún sugiere de alguna manera el impulso subconsciente de esperar la autodisolución del terrorismo. Pero al menos ha habido, en ese incomprensible pulso soterrado de casuismos y matices que domina la política vasca, suficientes reflejos de evitar el ambiguo «por la paz», inicialmente barajado, que inevitablemente remitía a la etérea «pazzzzzzz» de ida y vuelta del desdichado Proceso zapaterista. En abstracto, la paz es un concepto que podrían asumir incluso los asesinos de Eduardo Puelles. De hecho, ése es el argumento que los alienta, el de considerarse «gudaris» que luchan a su pesar por una causa patriótica sintiéndose capaces de poner fin unilateral al sufrimiento. Pero el Estado no puede admitir, en este combate declarado por una minoría de asesinos y cómplices, otra salida honorable que la de la victoria.
No se trata de convencerlos, como predicaba la retórica ventajista de Ibarretxe, sino de derrotarlos. Y para ello tiene que desaparecer todo atisbo de legitimación política del terrorismo y de sus cómplices. El policía Eduardo Puelles, cuya viuda sacudió ayer los cimientos emocionales de la sociedad vasca con un alegato de rabia y coraje, lo sabía. Y sabía que cuando detuvo a más de setenta terroristas estaba, él sí, luchando por la libertad. Ha habido demasiados titubeos, demasiadas manos tendidas, demasiadas falsas esperanzas para no desterrar ya toda posible ingenuidad al respecto. La libertad en Euskadi no tiene más que un camino. Y este lendakari lo es porque ha prometido recorrerlo.
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