Hoy traigo a esta página nuevamente a nuestro paisano el abogado y ensayista montañés Jesús Laínz, con el texto de la ponencia que, en el seno del curso "España como concepto progresista", presentó en agosto de 2007 a quienes tuvimos la fortuna de asistir al mismo.
España, ¿nación imperfecta?
Jesús Laínz
En este recién estrenado siglo XXI la vieja Europa ha dado el primer paso hacia un viejo sueño hasta ahora frustrado: su unión política. La comunidad cultural y religiosa de este rincón fundacional de la Civilización Occidental no se había visto acompañada de una dirección política que unificase voluntades por encima de los intereses de cada nación. Varias veces en la historia se intentó por la fuerza de las armas y de la hegemonía política, pero siempre acabó desmoronándose ante las rivalidades nacionales.
Jesús Laínz
En este recién estrenado siglo XXI la vieja Europa ha dado el primer paso hacia un viejo sueño hasta ahora frustrado: su unión política. La comunidad cultural y religiosa de este rincón fundacional de la Civilización Occidental no se había visto acompañada de una dirección política que unificase voluntades por encima de los intereses de cada nación. Varias veces en la historia se intentó por la fuerza de las armas y de la hegemonía política, pero siempre acabó desmoronándose ante las rivalidades nacionales.
La Unión Europea, hija de la Comunidad Económica creada tras la Segunda Guerra Mundial, parece que finalmente ha conseguido agrupar a veinticinco naciones bajo una Constitución que habrá de esperar aún un tiempo para ser aprobada. Y, paradójicamente, la primera nación en acudir a las urnas con este propósito ha sido la única de esas veinticinco cuya existencia futura sigue siendo seriamente cuestionada por una parte considerable de su ciudadanía. Ningún otro país de Europa –ni siquiera la dual Bélgica– se cuestiona su existencia nacional, mientras que en España el debate sobre su esencia domina el discurso político por encima de problemas más acuciantes e influyentes para la vida de los ciudadanos.
La existencia de importantes partidos nacionalistas en el País Vasco, Cataluña y, en menor grado, Galicia, condiciona grandemente la vida política tanto de sus respectivas comunidades autónomas como de la nación en su conjunto. Y la impregnación de su ideario en sectores no desdeñables de opciones políticas en principio alejadas de reivindicaciones nacionalistas parece confirmar la imperfección nacional de un Estado perpetuamente amenazado, al menos desde hace un siglo, por la fragmentación.
Los diversos movimientos nacionalistas, desde su nacimiento a finales del siglo XIX, han explicado desde enfoques históricos, lingüísticos y culturales la inexistencia de un verdadero cuerpo nacional que justificase la existencia del actual Estado español, al que consideran un ropaje artificial que engloba a varias naciones cuyo destino natural debiera ser la separación. Los padres de los nacionalismos vasco y catalán, Sabino Arana y Enric Prat de la Riba, así lo enunciaron; y sus continuadores, desde José Antonio Aguirre o Rovira i Virgili hasta los actuales representantes de los diversos partidos nacionalistas, de izquierda o derecha, han continuado sosteniéndolo sin variación.
La fragmentación regnícola de la España medieval es uno de los argumentos centrales del discurso nacionalista. Como no existió un único reino de España en la Edad Media –lo cual tampoco es exacto pues ello implicaría olvidar tres siglos de reino visigodo–, no tiene justificación la existencia actual de un Estado que englobe a aquellos reinos. Sin embargo, esta creencia parte de la falsa premisa de que la existencia de un reino, principado, señorío, ducado o república en el pasado es el justo título para futuras autodeterminaciones, argumento que en cualquier otro país de Europa sería tomado a broma. Además, esa fragmentación medieval no representa especialidad alguna. Lejos de ser la excepción, es la norma que se cumplió en toda la Europa de aquellos siglos. Francia, por ejemplo, desde la partición entre los hijos de Clodoveo en el siglo VI, pasando por la división del Imperio carolingio entre los herederos de Carlomagno en el IX hasta la unificación en tiempos de Juana de Arco, contempló en su suelo durante mil años una fragmentación en reinos sin paralelo en número y variabilidad en la historia medieval de España. A comienzos del siglo VIII, mientras en España había un solo reino visigodo, Inglaterra estaba dividida en siete: East Anglia, Essex, Kent, Sussex, Northumbria, Mercia y Wessex. No en vano se conoce aquella época como la Heptarquía. Esto es lo que sucedía sólo en Inglaterra propiamente dicha, pues escotos y galeses (restos de los britanos previos a las invasiones germánicas) seguían su propio camino. Y en el siglo IX la invasión danesa puso fin a la Heptarquía y provocó la división de Inglaterra en una mitad danesa y otra sajona. En Alemania, la desmembración del Imperio con la Paz de Westfalia (1648) conllevó la creación de 309 Estados. En tiempos más recientes, como los de la Confederación Germánica de 1815, ya se contaban solamente 39 Estados. Cuando Mazzini levantó la bandera del nacionalismo italiano, Italia estaba dividida en ocho Estados. Piamonte, Lombardía y Roma dependieron de entidades estatales distintas y enemigas hasta hace algo menos de un siglo y medio. De igual modo, Génova, Pisa y Venecia fueron repúblicas independientes y enemigas hasta tiempos bastante más recientes que los de la unificación de Isabel y Fernando. No parece, pues, que la existencia de varios reinos en la España medieval sirva como argumento para la negación actual de la realidad nacional de España.
La unificación de los reinos de Castilla y Aragón en 1492 y la conquista de Navarra en 1512 son argumentos asimismo utilizados por los ideólogos nacionalistas para probar lo reciente y artifical de lo español, casi como una exigencia de mayor antigüedad para que pueda considerarse consolidado el hecho nacional. Sin embargo, aparte de que precisamente hasta los siglos XV-XVI no empezaron a surgir los Estados nacionales como hoy los conocemos, naciones tan aparentemente consolidadas como Francia concluyeron su construcción muchos siglos después que España. Varias de sus actuales provincias no se incorporaron a lo que hoy conocemos como Francia hasta fechas muy recientes. El Franco Condado no se incorporó al reino francés hasta el reinado de Luis XIV, en 1678. En tiempos bastante más cercanos, Avignon se incorporó al reino de Francia en 1791. Y todavía hubo que esperar hasta 1860, durante el reinado de Napoleón III, para que Saboya y el condado de Niza pasasen a formar parte de Francia. En cuanto a Italia y Alemania, su unificación no ha cumplido aún ni siglo y medio frente a los más de cinco de España.
Las rivalidades y enfrentamientos bélicos entre los reinos hispánicos medievales también suelen ser utilizados por los nacionalistas para probar la inexistencia de una conciencia común de hispanidad en nuestros antepasados. Efectivamente, los distintos reinos de España, que nacieron como centros de resistencia al poder musulmán, se desarrollaron separadamente y crearon instituciones jurídicas y estatales diferentes. Pero España, lejos de ser una excepción por su fragmentación, experimentó una unidad metapolítica difícil de comprender para aquellos países que no tuvieron que luchar en su suelo durante siglos contra un enemigo común definido por un antagonismo invencible como lo era el religioso. Evidentemente los reinos cristianos no siempre disfrutaron de paz entre sí, luchando muchas veces entre ellos por ambiciones de los reyes, por conflictos territoriales y por la hegemonía política, pero siempre pervivió, por encima de estas pugnas, la idea de ser todos herederos de una España perdida en Guadalete y que todos estaban obligados a recuperar, como puede encontrarse en las obras de numerosos autores de aquellos siglos como Muntaner, Desclot, Tomich, Jaime I, Jiménez de Rada o Alfonso X. Los monarcas cristianos celebraron numerosos tratados para repartirse las tierras ganadas a los musulmanes, y, lo que es más significativo, las que estaban aún por ganar, lo que demuestra su conciencia de estar embarcados en una tarea común. En ninguna otra parte de Europa se tuvo esta común conciencia de un derecho y una obligación de conquistar unas tierras que se consideraban propias e irredentas. No hay otro caso en la historia de Europa en el que unos reinos medievales surgidos de la fragmentación señorial y territorial causada por el desmoronamiento de un reino, encaucen su devenir histórico, a pesar de las rivalidades propias del medievo europeo, hacia una tarea común y hacia una progresiva reunificación, concebida desde siglos antes de Isabel y Fernando como el remedio al mal que significaba la partición de los reinos. Por otro lado, enfrentamientos bélicos pueden encontrarse a lo largo y ancho de la historia en cualquier país europeo, y hasta tiempos muy recientes. Los enfrentamientos, por tierra y mar, entre las repúblicas, reinos y ciudades italianas llenaron toda la Edad Moderna. Prusianos y bávaros se enfrentaron bélicamente en 1866, cuatro años antes de la guerra francoprusiana. Por el contrario, una guerra entre regiones españolas en la segunda mitad del siglo XIX es inimaginable.
Lo mismo puede afirmarse de la estabilidad de las fronteras españolas, sobre todo si la comparamos con la de otros países europeos aparentemente más estables que el nuestro. Desde hace medio milenio la única modificación en el mapa español fue la pérdida del Rosellón en el siglo XVII, comarca catalana que, por cierto, protestó duramente contra dicha anexión y reclamó su vuelta a España durante al menos dos siglos. Por el contrario, Alsacia y Lorena han estado largo tiempo dando tumbos entre Francia y Alemania; Polonia es un país flotante que ha cambiado de forma, tamaño y ubicación numerosas veces a lo largo de la historia; y en cuanto a la Alemania actual, se trata de un país irreconocible si lo comparamos simplemente con el de principios del siglo XX, el doble de grande y extendido sobre inmensas extesiones de terreno hoy pertenecientes a Polonia, Chequia y Rusia, lo que ha causado, por ejemplo, que Kant, nacido alemán de Königsberg, quizá pudiese ser considerado hoy ruso de Kaliningrado.
En cuanto a las poblaciones, no hay duda alguna sobre los límites de lo español, lo cual no es tan fácil de afirmar en el caso de los alemanes, con millones de ellos fuera de sus fronteras desde hace siglos, como los alemanes del Bánato, de Transilvania y del Volga –deportados masivamente durante la Segunda Guerra Mundial al Asia Central–. Por lo que se refiere a Austria y a su hoy indiscutida personalidad nacional, quizá pudiera recordarse su entusiasta recepción de los tanques que les incorporaron a la Alemania hitleriana y su posterior aprobación en referéndum por mayoría aplastante, así como su negativa a formar nación aparte de Alemania en 1918, deseo de inexistencia nacional que no fue permitido por las potencias vencedoras que, en cambio, aplicaron el principio de las nacionalidades con frívola generosidad para desmembrar el Imperio Habsburgo. Así lo explicó el austríaco Stefan Zweig:
“Según toda previsión humana, aquel país artificialmente creado por las naciones victoriosas no podía existir en forma independiente y –todos los partidos, los socialistas, los clericales, los nacionalistas, lo clamaban al unísono– tampoco lo quería. Por primera vez en la historia, que yo sepa, se produjo el caso paradójico de que se obligara a un país a aceptar una independencia que rechazaba. Austria quería unirse de nuevo con los antiguos Estados vecinos o con la Alemania étnicamente afín, pero de ningún modo deseaba llevar, en aquella forma mutilada, una humilde existencia de mendigo. Los Estados vecinos, en cambio, se negaban a aceptar la unión económica con Austria, en parte porque la consideraban pobre, y en parte porque temían un retorno de los Habsburgo. La unión con Alemania, en cambio, fue prohibida por los aliados, para no fortalecer a la Alemania vencida. De suerte, pues, que se decretó que la República Austríaca debía subsistir. A un país que se negaba a hacerlo –caso único en la historia– se le ordenó: Tienes que existir”[1].
Conflictos civiles como la revuelta de 1640, la Guerra de Sucesión y las Guerras Carlistas también son aportados por los nacionalistas como pruebas de la sangrienta marcha hacia una forzada y antinatural integración de España. Pero ninguno de esos eventos tuvieron tinte nacional alguno, sino que respondieron a conflictos sociales, dinásticos, ideológicos y religiosos ajenos a toda motivación de tipo nacionalista. En otras naciones sufrieron parecidos estallidos violentos en épocas similares –guerras civiles y dinásticas en Inglaterra; guerras de religión en la Francia del siglo XVI, la Fronda en la del XVII y alzamientos realistas en la revolucionaria, etc.–.
Incluso la guerra civil es presentada como un conflicto más, el último, entre naciones. A pesar de la evidencia de que la de 1936-39 fue una guerra que enfrentó a media España contra la otra media por motivos ideológicos, dividiéndose vascos y catalanes entre ambos bandos al igual que los demás españoles, los nacionalistas continúan agitando esta enorme impostura con objetivos políticos concretos como la rehabilitación de la memoria de Companys o la segregación del Archivo de Salamanca.
Junto a la historia, la existencia de varias lenguas en territorio español es también utilizada para probar la inarticulación nacional de España. Partiendo de la superstición de que lengua es igual a nación, se argumenta que España no es una nación debido a la coexistencia de varias lenguas en su territorio, lenguas correspondientes, cada una de ellas, a una nación diferente. Pero la existencia de una lengua no prueba la existencia de una nación; lo único que prueba la existencia de una lengua es la existencia de una lengua. Además, según esa regla, Cataluña, una de las naciones reivindicadas, tampoco lo sería puesto que, aparte de su secular bilingüismo, en el Valle de Arán no hablan catalán, sino aranés. En Francia, modelo de Estado unitario y centralista, conviven hoy muchas lenguas, habladas por el 16 por ciento de la población: flamenco, bretón, alsaciano y lorenés en el Rhin, italiano en Córcega y Niza, provenzal en el Sudeste, vasco y catalán en los Pirineos, y numerosas variedades dialectales del francés (normando, poitevino, picardo, valón, auvernés, saboyano, vivaro-alpino, gascón...). En total, en territorio galo se hablan, además del francés, veinticuatro lenguas regionales. En Italia sucede algo semejante, con lenguas tan dispares como la galoitálica hablada en algunas provincias sicilianas, el sardo, el friulano, el ladino, el francés del valle de Aosta, diversas modalidades germánicas en varias provincias del Norte, el catalán en su rincón sardo y los numerosísimos dialectos del italiano, tan dispares entre sí que hacen de la lengua italiana una de las más variables de Europa, a enorme distancia de la muy consolidada y uniforme lengua española.
Si ni la historia ni la lengua pueden explicar, entonces, las tensiones separatistas de la España actual, ¿cómo explicar la potencia de los movimientos nacionalistas, sin paralelo en toda la Europa occidental?
Para encontrar la respuesta hay que retroceder hasta el siglo XIX. Esta centuria fue testigo, en sus primeras décadas, del nacimiento de los nacionalismos como consecuencia directa de las revoluciones liberales y el fin del Ancien Régime. Y, fruto a la vez de dicha evolución política y de la sensibilidad romántica, surgió el interés por recuperar y conocer los hechos históricos y culturales que habían dado nacimiento, en los lejanos siglos medievales, a los pueblos que, en muchos casos, se encontraban englobados en estructuras estatales pluriculturales y plurilingüísticas, siendo el caso quizá más ejemplar el del Imperio Austrohúngaro.
Este renacimiento histórico-cultural de los pueblos europeos se manifestó en todas las ramas del arte y el conocimiento, desde la arqueología y la arquitectura hasta la poesía, la pintura y la música. El auge de la arquitectura neogótica en toda Europa, por ejemplo, estuvo directamente relacionado con el renovado interés por aquellos siglos medievales en los que, tras la caída del Imperio Romano, empezaron a forjarse las distintas personalidades culturales europeas. La recuperación del gótico por Violet-le-Duc, las novelas medievales de Walter Scott o Victor Hugo, la pintura histórica, el Art Nouveau, el modernismo catalán –descendiente directo del neogótico– o el prerrafaelismo inglés arrancan del mismo tronco. En el ámbito de la música uno de los casos más conocidos es el nacionalismo musical checo, con las figuras de Antonin Dvorak y, sobre todo, Bedrich Smetana, quien dedicara la obra por la que ha pasado a la posteridad, el ciclo de poemas sinfónicos Má Vlast (Mi Patria), a la historia, paisajes, danzas y leyendas de su tierra.
También se experimentó renovado interés por viejas lenguas regionales que habían quedado arrinconadas, sobre todo en lo relativo a su uso literario, por el empuje de las grandes lenguas nacionales. Caso paradigmático en Francia fue la resurrección del provenzal, que alcanzaría la cima del Premio Nobel de mano de Federico Mistral. También fue Francia testigo del renacimiento de la lengua y la cultura bretona, el denominado renouveau celtique que produciría la obra poética, folklorista y lingüística de Hersart de la Villemarqué, Le Gonidec, Auguste Brizeux y otros, así como las composiciones de músicos como Ernest Chausson –quien se inspirara en leyendas bretonas sobre el rey Arturo, Merlín y el bosque de Brocelandia para su ópera Le Roi Arthus y su poema sinfónico Viviane– o Guy Ropartz –con sus poemas sinfónicos La cloche des morts y La Chasse du prince Arthur–. Directamente emparentado con el renacimiento céltico en Francia, y en muy eminente posición, se encuentra el irlandesismo cultural –coetáneo pero no siempre coincidente con el nacionalismo político– tanto de irlandeses –Lady Gregory, W. B. Yeats, Charles V. Stanford– como de ingleses –Arnold Bax, compositor de numerosas obras sinfónicas inspiradas en el paisaje, historia y leyendas de Irlanda– o franceses –Augusta Holmès, compositora hoy olvidada de la escuela franckiana, autora de un poema sinfónico titulado Irlande–. Dicho fenómeno se extendió a otras regiones francesas, como la Auvernia cuyo dialecto fuera utilizado por Joseph Canteloube para componer sus celebrados Chants d'Auvergne.
Evidentemente, este regionalismo cultural nada tuvo que ver con nacionalismo político alguno, como lo prueba el hecho de que el mismo Canteloube escribiera también óperas de tema "nacionalista" francés, como la dedicada a la figura del caudillo galo Vercingetorix, o militara en las filas petainistas siendo activo y entusiasta colaborador del gobierno de Vichy. Paradógicamente, este regionalismo musical francés no tuvo paralelo al Sur de los Pirineos, donde por aquellas fechas florecía el nacionalismo musical español de manos, sobre todo, de los catalanes Pedrell, Albéniz y Granados.
En Cataluña ocurrió el mismo fenómeno que en Francia y en otros países europeos. La Renaixença, recuperación de la historia medieval catalana y, sobre todo, del catalán como lengua literaria tras cuatro siglos de abandono –Aribau, Rubió i Ors, Maragall, Verdaguer– respondió a la misma sensibilidad romántica que caracterizó a la Europa decimonónica. En el País Vasco, por el contrario, la recuperación del vascuence no tuvo tan grande importancia debido a la prácticamente inexistente producción literaria en dicha lengua en los siglos anteriores. Fue, en cambio, la nostalgia fuerista la que hizo nacer una literatura medievalizante –en castellano– (Araquistáin, Landa, Arriaga, Navarro Villoslada) recreadora de un pasado idealizado que se quería recuperar mediante el aislamiento de la patriarcal sociedad rural vasca respecto de la industrialización y las nuevas realidades político-sociales.
Ni la Renaixença catalana ni el fuerismo romántico vascongado tuvieron en un principio la menor vertiente de reivindicación nacionalista. ¿Qué sucedió en España, a diferencia de otros países europeos con idénticos fenómenos de recuperación cultural y lingüística, para que ello diese un paso más y se convirtiese en reivindicación política?: el desastre del 98. Éste es el verdadero hecho diferencial español que marcará indeleblemente la historia española del siglo XX.
El nacionalismo español había arrancado de la Constitución de Cádiz y, sobre todo, de la sangrienta Guerra de la Independencia. En ella todos los españoles participaron sin diferencia regional alguna. Los catalanes y vasco-navarros, por su posición limítrofe con el enemigo, incluso tuvieron una participación especialmente intensa en el conflicto bélico.
El catalán Balmes, pocas décadas después de la guerra, resumió así la reacción del pueblo español en 1808:
"(...) sin ponerse de acuerdo las diferentes provincias, ni siquiera haber tenido el tiempo de comunicarse, y separadas unas de otras por los ejércitos del usurpador, se levantó en todas una misma bandera. Ni en Cataluña, ni en Aragón, ni en Valencia, ni en Navarra, ni en las provincias Vascongadas se alzó el grito en favor de los antiguos fueros. Independencia, Patria, Religión, Rey, hé aquí los nombres que se vieron escritos en todos los manifiestos, en todas las proclamas, en todo linage de alocuciones; hé aquí los nombres que se invocaron en todas partes con admirable uniformidad"[2].
En cuanto a los vascos, los bilbaínos, alzados en armas contra los franceses, emitieron el siguiente manifiesto (utilizando, según errónea tradición que arrancaba de varios siglos atrás, el nombre de cántabros como sinónimo de vascongados e inmejorable garantía de heroísmo, fidelidad y españolía):
"Los Vascongados a los demás españoles:
Españoles, somos hermanos, un mismo espíritu nos anima a todos, arden nuestros corazones como los vuestros en deseo de venganza, y con dificultad contienen nuestra prudencia y patriotismo hasta mejor ocasión nuestros indómitos brazos (...) Esto no obstante hemos sabido con dolor que el astuto y pérfido enemigo ha pretendido sembrar entre vosotros la desconfianza: él es quien disfamando la lealtad cántabra ha propalado enfáticamente que las tres provincias vascongadas y reyno de Navarra son partidarios de los franceses. En verdad, los Cántabros se compadecen de la ceguera de los franceses (...) Tiemble Bonaparte después de descubierto su maquiavelismo en Aranjuez: no espere encontrar un solo partidario entre los Cántabros (...) Aragoneses, Valencianos, Andaluces, Gallegos, Leoneses, Castellanos, todos nombres preciosos y de dulce recuerdo para España, olvidad por un momento estos mismos nombres de eterna memoria, y no os llaméis sino españoles (...) Un esfuerzo más de vuestra parte, valerosos Españoles, y volaremos juntos al campo del honor, donde quieren vernos reunidos y exigen todo nuestro conato, la patria oprimida, la religión ultrajada, nuestras costumbres ridiculizadas, la libertad de nuestro amado Soberano, el castigo del atentado mayor que se ha hecho a nación alguna, y todas nuestras halagüeñas esperanzas".
Las Guerras Carlistas vieron de nuevo la participación de vascos y catalanes en ambos bandos, al igual que los demás españoles, en defensa de sus respectivas concepciones ideológicas.
Con motivo de las campañas de Marruecos –para las que se alistaron tantos voluntarios catalanes al mando del catalán Prim y que inmortalizaran en lienzo Fortuny y Sans i Cabot–, Cuba o Filipinas, de nuevo los vascos y los catalanes participaron al igual que el resto de los españoles en defensa de los intereses de su nación.
El gran novelista portugués José María Eça de Queiroz escribió en 1894 un interesante artículo a propósito del reciente conflicto armado en Melilla. En él describía el estallido de furor patriótico que había recorrido España de punta a punta, igual que había sucedido nueve años antes con motivo del incidente de las Islas Carolinas con la Alemania bismarckiana:
"Donde el español se muestra único es en el desprendimiento con el que sacrifica todos los intereses cuando se trata de la honra de España. Entonces, invariablemente, reaparece el sublime Don Quijote. Y resulta tanto más heroico si consideramos que al español no le faltan ni el raciocinio, ni la prudencia, ni el claro sentimiento de la realidad, ni el amor por los bienes acumulados, ni siquiera ese egoísmo cachazudo que tan magistralmente muestra Sancho Panza.
Pero aunque sepa y se dé cuenta de lo que va a perder, marcha jovialmente y lo pierde todo con entusiasmo, porque se trata de su patria. No hay en el alma española sentimiento más poderoso que éste de la patria. Los cafés de Madrid, o de Sevilla, están atestados todas las noches de descontentos que maldicen del gobierno, y gritan, trasegando grandes vasos de agua y anís, que en España todo va mal y que España está perdida. Pero que pase alguien de fuera y tire una piedra a la tierra de España, o finja simplemente que la tira; entonces, todo ese populacho se yergue, y ruge, y quiere matar, y quiere morir, para vengar no sólo la pedrada sino también el gesto"[3].
Como contraste con lo escrito por Eça, en las primeras y pesimistas décadas del siglo XX un número creciente de españoles, concentrados sobre todo en tierras vascas y catalanas, renegaban de su condición de tales y apoyaban a movimientos políticos que propugnaban la secesión de una nación a la que ya no era deseable pertenecer.
Como contraste con lo escrito por Eça, en las primeras y pesimistas décadas del siglo XX un número creciente de españoles, concentrados sobre todo en tierras vascas y catalanas, renegaban de su condición de tales y apoyaban a movimientos políticos que propugnaban la secesión de una nación a la que ya no era deseable pertenecer.
¿Qué había sucedido entre 1894 y los primeros años del siglo XX?
Francesc Cambó, personalidad eminente del catalanismo del primer tercio de siglo, lo explicó así:
"Diversos hechos ayudaron a la rápida difusión del catalanismo y a la aún más rápida ascensión de sus dirigentes. La pérdida de las colonias, después de una sucesión de desastres, provocó un inmenso desprestigio del Estado, de sus órganos representativos y de los partidos que gobernaban España. El rápido enriquecimiento de Cataluña, fomentado por el gran número de capitales que se repatriaban de las perdidas colonias, dio a los catalanes el orgullo de las riquezas improvisadas, cosa que les hizo propicios a la acción de nuestras propagandas dirigidas a deprimir el Estado español y a exaltar las virtudes y merecimientos de la Cataluña pasada, presente y futura"[4].
Su compañero en la Lliga, Enric Prat de la Riba, escribió pocos años después del 98 una de las obras esenciales del pensamiento nacionalista catalán –La nacionalitat catalana (1906)– en la que explicaba el odio a España que les caracterizaba:
"La obra de reconstrucción tropezaba siempre con el mismo obstáculo, los males de Cataluña venían siempre del mismo sitio (...) La fuerza del amor a Cataluña, al chocar contra el obstáculo, se transformó en odio, y dejándose de odas y elegías a las cosas de la tierra, la musa catalana, con trágico vuelo, maldijo, imprecó, amenazó. La reacción fue violenta: con esa justicia sumaria de los movimientos colectivos, el espíritu catalán quiso resarcirse de la esclavitud pasada, y no nos contentamos con reprobar y condenar la dominación y los dominadores, sino que, tanto como exageramos la apología de lo nuestro, rebajamos y menospreciamos todo lo castellano, a tuertas y a derechas, sin medida"[5].
Manuel Azaña, por su parte, escribió lo siguiente:
"El nacionalismo catalán (...) provenía de la expansión creciente del sentimiento particularista de los catalanes. Renacimiento literario de su lengua, restauración erudita de los valores históricos de la antigua Cataluña, apego sentimental a los usos y leyes propios del país, prosperidad de la industria, y cierta altanería resultante de la riqueza, al compararse con otras partes de España, mucho más pobres, oposición y protesta contra el Estado y los malos Gobiernos, sobre todo después de la guerra con los Estados Unidos en 1898 (...)"[6].
Un ejemplo de esta actitud, entresacado de muchos otros posibles, fue un artículo aparecido en la Veu de Catalunya, órgano del nacionalismo catalán, que el 8 de mayo de 1898, una semana después de la batalla de Cavite, propugnaba la ruptura con España:
“Estamos clavados a una barca que hace agua; si queremos salvarnos, hemos de aflojar los lazos”.
El guipuzcoano Pío Baroja resumió el nacimiento de los nacionalismos vasco y catalán con las siguientes palabras:
"Todos los pueblos que caen quieren regiones más o menos separatistas, porque el separatismo es el egoísmo, es el sálvese el que pueda de las ciudades, de las provincias o de las regiones"[7].
En el nacimiento del nacionalismo catalán tuvo mucho que ver, más que en el vasco, el despegue industrial y económico extraordinario de la Cataluña de la segunda mitad del siglo XIX. Este fenómeno, unido al desastre del 98, fue la chispa que encendió tanto al nacionalismo catalán como al vasco. Cuando una región puntera en lo económico no percibe ejercer una influencia equivalente en el poder político, suele acabar sintiendo insatisfacción. Las burguesías catalana y vasca percibieron el hecho de que la capitalidad y la influencia política estuviese en la castellana Madrid como un agravio. No a motivos distintos responde el similar fenómeno de la Italia septentrional. Si el Norte de Italia no fuese notablemente más próspero que el Sur, la Liga Norte de Umberto Bossi jamás habría nacido.
La prosperidad económica de una causa es factor esencial para atraer a los hombres a ella. Si en torno a 1898 España no hubiese sido una potencia en intensa decadencia y el País Vasco y Cataluña no hubiesen sido las zonas de España industrial y económicamente más prósperas, no habría visto la luz fenómeno nacionalista alguno. Y si un 98 hubiese sucedido en Francia –por ejemplo, una estrepitosa derrota francesa en la Primera Guerra Mundial–, hoy los problemas nacionalistas se ubicarían al Norte de los Pirineos. La hipótesis no es aventurada; la historia nos demuestra que hechos similares ya habían sucedido. Por ejemplo, en 1870 se alzaron voces en varias regiones reclamando el desentendimiento de una Francia vencida y humillada. El caso más notorio fue Alsacia y Lorena, provincias en las que muchos que hasta ese momento no habían cuestionado su pertenencia a la nación francesa, tras la derrota de Sedán aplaudieron la incorporación al victorioso II Reich. Pero el caso más evidente quizá fue el de la caótica Alemania de la República de Weimar. La humillación de la derrota, la pérdida de inmensos territorios, la conflictividad social, los enfrentamientos políticos, el paro y la inflación galopantes provocaron el desarrollo de masivos movimientos separatistas en regiones como Baviera y Renania. En esta última, donde los enfrentamientos provocaron numerosos muertos, incluso se llegó a proclamar la independencia en 1923. Adolf Hitler explicó en Mi Lucha que una de las tareas más ingratas a las que tuvo que dedicarse el incipiente NSDAP muniqués en los primeros años veinte fue la lucha contra el separatismo bávaro que acusaba a Prusia de la guerra y la derrota y que propugnaba cortar las amarras con la Alemania del Norte:
“Desde aquella época me empeñé personalmente en la lucha contra la descabellada agitación de los Estados alemanes entre sí. En toda mi vida no creo haber emprendido jamás obra más impopular que aquella campaña de resistencia contra la animadversión existente hacia Prusia. Durante el gobierno del Consejo de Soldados tuvieron lugar en Munich los primeros mítines donde se excitaba el odio contra el resto de Alemania, en especial contra Prusia, en una forma tal que no sólo entrañaba peligro de vida para el alemán del Norte que se arriesgaba a concurrir a un mitin de aquéllos, sino que tales demostraciones concluían casi siempre con la estúpida vocinglería de ¡Abajo Prusia!, ¡Separémonos de Prusia!, ¡Guerra a Prusia!, etcétera.”[8].
En la España finisecular, por lo tanto, coincidieron una serie de circunstancias que posibilitaron el nacimiento y desarrollo de un notable sentimiento de rechazo a la nación española y del correspondiente deseo de separarse de ella.
Si esas circunstancias no se hubieran producido, el fuerismo vascongado y la recuperación de la lengua catalana jamás habrían derivado hacia reivindicaciones políticas, del mismo modo que no lo hicieron fenómenos equivalentes en otras naciones europeas en las que no coincidió un hecho como el Desastre del 98.
Y, tres décadas después, la Guerra Civil vino a sacralizar definitivamente los planteamientos nacionalistas mediante la sangre vertida en su nombre, lo que les ha dado un prestigio y un plus de seriedad de los que en otras circunstancias probablemente nunca hubieran gozado.
[1] S. Zweig, El mundo de ayer, Ed. Juventud, Barcelona, 1965, Obras completas, vol. IV, p. 1.526.
[2] J. Balmes, Escritos políticos, Madrid, 1847, p. 167.
[3] J. M. Eça de Queiroz, Ecos de París, Ed. Acantilado, Barcelona, 2004, pp. 114 y ss.
[4] F. Cambó, Memorias (1876-1936), Alianza Editorial, Madrid, 1987, p. 41.
[5] E. Prat de la Riba, La nacionalitat catalana, cap. III.
[6] M. Azaña, "Cataluña en la guerra", Obras Completas, vol. III, Ed. Giner, Madrid, 1990, p. 506.
[7] P. Baroja, Divagaciones apasionadas, Ed. Caro Raggio, Madrid, 1985, p. 101.
[8] A. Hitler, Mi Lucha, Parte 2ª, Cap. X.
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