(Publicado en LA RAZON)
La llegada a España del primer trasplante de cara, de la mano del doctor Cavadas, abre una etapa de esperanzas no sólo científicas, sino también políticas, económicas, éticas... Llegan los donantes de cara a este país nuestro en unos momentos difíciles en los que nadie está dispuesto a dar la cara por nadie ni por nada, ni por un amigo ni por la patria; en el que los capitanes de los barcos que se hunden ya no son tan «primos» como los de antaño, que se quedaban en el puente de mando a ver venir la muerte, sino que descubren de pronto su vocación de ratas y huyen con más rapidez y más entusiasmo que éstas.
Llegan los donantes de cara, sí, en un tiempo sin rostro humano en el que faltan las caras porque sobran «los caras», que son otra cosa distinta; en el que todos nos echamos la culpa unos a otros de la crisis: el Gobierno al capital, a los empresarios, a los bancos, y éstos a su vez a los morosos y a los que «misteriosamente» no se quieren ir al paro ni con agua hirviendo. Llegan los que donan su cara gratis, los que ponen su cara para que se la partan los cirujanos con el bisturí en una época en la que hasta el Tribunal Constitucional se ha puesto la mascarilla no por miedo al Estatut, naturalmente, sino a la gripe A.
La cara es lo que más cuesta dar y por eso tiene más razón que un santo el doctor Cavadas al cabrearse porque se ha revelado la identidad del primer donante español. Bastante es dar la cara como para tener que dar también el nombre y los apellidos. Saber quién es el dueño de una jeta regalada sólo puede traer malas consecuencias. Bastante traumático es necesitar un careto ajeno como para que encima sepas que era de una miss o de un boxeador. El ser humano tiende a fantasear y a obsesionarse mucho con este tipo de cosas. Por esa razón el de los trasplantes médicos ha sido un tema muy recurrente de la cinematografía del terror: la mano injertada que tenía vida propia, el corazón de un asesinado que clamaba venganza en el cuerpo del nuevo propietario, el cerebro vivo del psicópata que el doctor Frankenstein trasplantaba a un cadáver más feo que Picio.
Sin ir más lejos, desde que me enteré de que parte del cerebro de Michael Jackson no fue enterrado con su cadáver ando temblando ante la sola posibilidad de que un doctor loco se lo quiera trasplantar a uno de nuestros ministros. Yo estoy con el doctor Cavadas en que debe preservarse la identidad del donante, pero también pienso que, en contrapartida, deben ponérsele a éste ciertas cortapisas selectivas que no sean sólo la de haber padecido hepatitis. Imagínense, por ejemplo, que el violador del ascensor quiere ser donante de pene o el Conde Drácula donante de dientes o Belén Esteban donante de lengua o Leire Pajín donante de cerebro.
La comunidad científica y la sociedad en general deberían mostrar gratitud ante esos admirables gestos de generosidad desinteresada y conmovedor altruismo, pero a la vez deberían saber también renunciar a semejantes regalitos. El Estado de Derecho debe protegernos de esas amenazas y la ciencia médica debe tener sus límites morales. En mis peores pesadillas sueño con que tengo un accidente y me despierto con la cara de Ibarretxe. Si Ibarretxe quiere ser donante de cara, esa iniciativa debe ser sometida a referéndum.
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